La
Revolución industrial no hubiese podido prosperar sin el concurso y el
desarrollo de los transportes, que llevarán las mercancías producidas en la
fábrica hasta los mercados donde se consumían.
Estos nuevos transportes se hacen necesarios no sólo en el comercio interior,
sino también en el comercio internacional, ya que en esta época se crean los
grandes mercados nacionales e internacionales. El comercio internacional se
liberaliza, sobre todo tras el Tratado de Utrecht (1713). Se termina con las compañías privilegiadas y con el proteccionismo
económico; y se aboga por una política imperialista y la eliminación de los
privilegios gremiales. Además, se desamortizan las tierras eclesiásticas,
señoriales y comunales, para poner en el mercado nuevas tierras y crear un
nuevo concepto de propiedad. La Revolución industrial generó también un
ensanchamiento de los mercados extranjeros y una nueva división internacional
del trabajo (DIT).
El Reino Unido fue el primero que llevó a cabo toda una serie de
transformaciones que la colocaron a la cabeza de todos los países del mundo.
Los cambios en la agricultura, en la población, en los transportes, en la
tecnología y en las industrias, favorecieron un desarrollo industrial. La
industria textil algodonera fue el sector líder de la industrialización y la
base de la acumulación de capital que abrirá paso, en una segunda fase, a la
siderurgia y al ferrocarril.
A mediados del siglo XVIII, la industria británica tenía sólidas bases y con
una doble expansión. Estimuló el crecimiento de la minería del carbón y de la
siderurgia con la construcción del ferrocarril. Así, en Gran Bretaña se
desarrolló de pleno el capitalismo industrial, lo que explica su supremacía
industrial hasta 1870 aproximadamente, como también financiera y comercial
desde mediados de siglo XVIII hasta la Primera Guerra Mundial (1914).
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